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«Quienquiera que sepa gobernar bien a su familia, sabrá también regir con
                        justicia  un  Estado.  Por  el  contrario,  no  saldrá  jamás  de  mis  labios  una
                        palabra de elogio para quien se propase a quebrantar las leyes o pretenda
                        imponerse  a  quien  gobierna.  Pues  se  debe  obediencia  a  aquel  a  quien  la
                        ciudad colocó en el trono, tanto en las cosas grandes como en las pequeñas;
                        en  las  que  son  justas  como  en  las  que  pueden  no  serlo  a  los  ojos  de  los
                        particulares. De un hombre así no puedo dudar que sabrá mandar tan bien
                        como ejecutar las órdenes que reciba, y cuando tenga que afrontar el tumulto
                        de la batalla, será un valeroso soldado que permanecerá firme en su puesto.
                        No  hay  peste  mayor  que  la  desobediencia;  ella  devasta  las  ciudades,
                        trastorna a las familias y empuja a la derrota las lanzas aliadas. En cambio, la
                        obediencia es la salvación de pueblos que se dejan guiar por ella. Es mejor,
                        si es preciso, caer por la mano de un hombre, que oírse decir que hemos
                        sido vencidos por una mujer.

                        CORIFEO:
                        En  lo  que  nos  concierne,  si  la  edad  no  nos  engaña,  nos  parece  que  has
                        estado razonable en lo que acabas de decir.

                        HEMÓN:
                        Padre:  los  dioses,  al  dar  la  razón  a  los  hombres,  les  dieron  el  bien  más
                        grande de todos los que existen. En cuanto a mí, no podría ni sabría decir
                        que  tus  palabras  no  sean  razonables.  Sin  embargo,  otros  también  pueden
                        ser  capaces  de  decir  palabras  sensatas.  En  todo  caso,  mi  situación  me
                        coloca en condiciones de poder observar mejor que tú todo lo que se dice,
                        todo lo que se hace y todo lo que se murmura en contra tuya. EL hombre del
                        pueblo  teme  demasiado  tu  mirada  para  que  se  atreva  a  decirte  lo  que  te
                        sería desagradable oír. Pero a mí me es fácil escuchar en la sombra cómo la
                        ciudad compadece a esa joven, merecedora, se dice, menos que ninguna, de
                        morir  ignominiosamente  por  haber  cumplido    una  de  las  acciones  más
                        gloriosas: la de no consentir que su hermano muerto en la pelea quede allí
                        tendido, privado de sepultura; ella no ha querido que fuera despedazado por
                        los  perros  hambrientos  o  las  aves  de  presa.  ¿No  es,  pues,  digna  de  una
                        corona  de  oro?  He  aquí  los  rumores  que  circulan  en  silencio.  Para  mí,  tu
                        prosperidad,  padre  mío,  es  el  bien  más  preciado.  ¿Qué  más  bello  ornato
                        para los hijos que la gloria de su padre, y para un padre la de sus hijos? No
                        te  obstines,  pues,  en  mantener  como  única  opinión  la  tuya  creyéndola  la
                        única  razonable.  Todos  los  que  creen  que  ellos  solos  poseen  una
                        inteligencia, una elocuencia o un genio superior a los de los demás, cuando
                        se penetra dentro de ellos muestran sólo la desnudez de su alma. Porque al
                        hombre, por sabio que sea, no debe causarle ninguna vergüenza el aprender
                        de otros siempre más y no aferrarse demasiado a juicios. Tú ves que, a lo
                        largo de los torrentes engrosados por las lluvias invernales, los árboles que
                        se  doblegan  conservan  sus  ramas,  mientras  que  los  que  resisten  son
                        arrastrados con sus raíces. Lo mismo le ocurre, sea quien fuere, al dueño de
                        una nave: si atesando firmemente la bolina no quiere aflojarla nunca, hace
                        zozobrar su embarcación y navega con la quilla al aire. Cede, pues, en tu




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