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CREONTE:
Insensato; vas a pagar con lágrimas estas tus lecciones de cordura.
HEMÓN:
¿Es que quieres hablar tú solo, sin escuchar nunca a nadie?
CREONTE:
¡Vil esclavo de una mujer, cesa ya de aturdirme con tu charla!
HEMÓN:
Si no fueras mi padre, diría que desvarías.
CREONTE:
¿De veras? Pues bien, por el Olimpo, has de saber que no tendrás motivo
para regocijarte por haberme dirigido reproches ultrajantes. (Dirigiéndose a
los guardianes.) ¡Qué traigan aquí a esa mujer odiosa! ¡Que muera al
instante en presencia de su prometido!
HEMÓN:
No; de ninguna manera en mi presencia morirá. Y, en cuanto a ti, te digo que
tampoco tendrás ya jamás mi cara ante tus ojos. Te dejo desahogar tu locura
con aquellos amigos tuyos que a ello se presten.
(HEMÓN se va.)
CORIFEO:
Rey, ese hombre se ha ido despechado y encolerizado. Para un corazón de
esa edad, la desesperación es terrible.
CREONTE:
Que se marche y que presuma de ser todo un hombre. Jamás arrancará a
esas dos muchachas de la muerte.
CORIFEO:
¿Has decidido, pues, matarlas a las dos?
CREONTE:
Perdonaré a la que no tocó al muerto; tienes razón.
CORIFEO:
Y ¿de qué muerte quieres que perezca la otra?
CREONTE:
La llevaré por un sendero estrecho y abandonado y la encerraré viva en
caverna de una roca, sin más alimento que el mínimo necesario, que evite el
sacrilegio y preserve de esa mancha a la ciudad entera. Allí, implorando a
Hades, el único dios al que ella adora, obtendrá quizás de él escapar a la
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