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TIRESIAS:
                        Y la de los tiranos gusta de las adulaciones vergonzosas.

                        CREONTE:
                        ¿Te das cuenta de que tus palabras van dirigidas a tu rey?

                        TIRESIAS:
                        Lo sé, pues ha sido gracias a mí cómo has salvado a la ciudad.

                        CREONTE:
                        Eres un hábil adivino; pero te estás dando el gusto de mostrarte injusto.

                        TIRESIAS:
                        Me obligarás a decir lo que hubiera querido guardar en mi corazón.

                        CREONTE:
                        Descúbrelo; pero que no sea la codicia la, que te inspire.

                        TIRESIAS:
                        ¿De  modo  que  crees  verdaderamente  que,  al  hablarte  así,  lo  hago  sólo
                        movido por el interés.

                        CREONTE:
                        Por ningún precio, tenlo bien entendido, cambiaré la idea.

                        TIRESIAS:
                        Pues bien, a tu vez es preciso que sepas que las ruedas rápidas del
                        Sol no darán, muchas  vueltas sin que un heredero de tu sangre pague su
                        muerte otra muerte; porque tú has precipitado ignominiosamente bajo tierra a
                        un  ser  que  vivía  en  su  superficie  y  le  has  obligado  a  vivir  sepulcro,  y  por
                        añadidura retienes aquí arriba un cadáver lejos de los dioses subterráneos,
                        sin honras fúnebres y sin sepultura. Y tú no tienes derecho a hacer eso; ni tú,
                        ni ninguno de los dioses celestes: es un atropello que cometes; por eso las
                        Divinidades vengadoras que persiguen el crimen, las Erinas del Hades y de
                        los dioses, están al acecho para envolverte en los mismos males que tú has
                        infligido.  Y  ahora  mira  si  es  la  codicia  la  que  inspira  mis  palabras.  Se
                        aproxima  la  hora  en  que  lamentaciones  de  hombres  y  mujeres  llenarán  tu
                        palacio. Contra, ti se concilian como enemigos todas las ciudades en las que
                        las  aves  de  anchas  alas,  las  fieras  o  los  perros  han  llevado  restos
                        despedazados  de  los  cadáveres  y  un  olor  inmundo  hasta  los  hogares  de
                        esos muertos. Tales son los dardos que en mi cólera, ya que me has irritado,
                        he lanzado como un arquero infalible contra tu corazón, y cuyas sangrantes
                        heridas no podrás evitar.
                        (Dirigiéndose  a  su  lazarillo.)  Tú,  niño,  vuelve  a  llevarme  a  mi  hogar.  En
                        cuanto  a  él  que  descargue  su  cólera  en  gentes  más  jóvenes  que  yo,  que
                        aprenda  a  mantener  su  lengua  más  tranquila  y  a  acariciar  en  su  corazón
                        sentimientos más nobles que los que acaba de expresar ahora.




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