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MENSAJERO:
Vamos a enterarnos, entrando a palacio, si su corazón irritado no disimula
algún secreto designio desconocido; porque, tienes razón, un silencio
excesivo es síntoma de tristes presagios.
(El MENSAJERO penetra al palacio. Se ve entrar a CREONTE con un grupo
de servidores: trae el cadáver de HEMÓN.)
CORIFEO:
Pero he aquí al rey que llega en persona; trae en sus brazos la evidente
señal, si me está permitido expresarme así, no de la desgracia ajena, sino de
sus propias culpas.
(CREONTE entra con su séquito.)
CREONTE:
¡Oh irreparables y mortales errores de mi mente extraviada! ¡Oh vosotros que
veis al matador y a la víctima de su propia sangre! ¡Oh sentencias llenas de
demencia! ¡Ah, hijo mío: mueres en tu juventud, de una muerte prematura, y
tu muerte, ¡ay!, no ha sido causada por una locura tuya, sino por la mía!
CORIFEO:
¡Ay, qué tarde me parece que ves la Justicia!
CREONTE:
¡Ay! ¡Por fin la he conocido, desgraciado de mí! Pero un dios, haciendo
gravitar el peso de su enojo, descargó sobre mí su mano. ¡El me ha
empujado por rutas crueles, pisoteando mi felicidad! ¡Ay! ¡Ay! ¡Oh esfuerzos
vanamente laboriosos de los mortales!
(Del interior del palacio vuelve el MENSAJERO)
MENSAJERO:
¡Qué serie de desgracias son las tuyas! ¡Oh mi amo! Si de una tienes la
prueba innegable en tus brazos, de otras verás el testimonio en tu palacio:
pronto tendrás ocasión de verlo.
CREONTE:
Y ¿qué males más espantosos que los que he soportado pueden acaecerme
aún?
MENSAJERO:
Tu mujer ha muerto. La madre amantísima del difunto que lloras, ha muerto,
la desgraciada, por la herida mortal que acaba de asestarse.
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