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con  nuestras  manos,  erigimos  un  túmulo  elevado.  Nos  encaminamos  en
                        seguida hacia ese antro de piedra, cámara nupcial de Hades, en donde se
                        hallaba la joven. Desde lejos uno de nosotros oyó un grito lejano y agudos
                        gemidos que salían de ese sepulcro privado de honras fúnebres y se lo dijo
                        inmediatamente  al  rey.  El,  a  medida  que  se  aproximaba,  percibía  acentos
                        confusos de una voz angustiada. De pronto, lanzando un gran grito de dolor,
                        profirió  estas  desgarradoras  palabras:  «¡Qué  infortunado  soy!  ¿Habré
                        adivinado? ¿Acaso hago el camino más triste por las sendas de mi vida? ¡Es
                        la  voz  de  mi  hijo  la  que  llega  a  mis  oídos!  ¡Id,  servidores,  corred  más  de
                        prisa, arrancad la piedra que tapa la boca del antro, penetrad en él y decidme
                        si es la voz de Hemón la que oigo o si me engañan los dioses!» Atendiendo
                        estas órdenes de nuestro amo enloquecido, corrimos y miramos en el fondo
                        de la tumba. Vimos a Antígona colgada por el cuello: un nudo corredizo, que
                        había hecho trenzando su cinturón, la había ahorcado. Hemón, desfallecido,
                        la  sostenía,  abrazado  a  ella  por  la  cintura;  deploraba  la  pérdida  de  la  que
                        debía  haber  sido  suya,  y  que  estaba  ya  en  la  mansión  de  los  Muertos,  la
                        crueldad de su padre y el final desastroso de su amor. En cuanto Creonte lo
                        vio, lanzó un ronco gemido, entró a la tumba y se fue derecho hacia su hijo,
                        llamándolo  y  gritando  dolorido:  «Desgraciado,  ¿qué  has  hecho?  ¿Qué
                        pretendías?  ¡Qué  desgracia  te  ha  quitado  el juicio?  Sal hijo mío;  tu  padre,
                        suplicando  te  lo  ruega».  El  hijo,  entonces,  clava  en  su  padre  una  torva
                        mirada;  le  escupe  a  la  cara,  y  desenvaina,  sin  contestarle,  su  espada  de
                        doble filo y se lanza contra él. Creonte esquivó el golpe hurtando el cuerpo.
                        Entonces, el desgraciado, volviendo su rabia contra sí mismo, sin soltar su
                        espada, se la hundió en el costado, alargando los brazos la mitad de su hoja.
                        Dueño aún de sus sentidos, rodeo a Antígona con sus brazos desfallecidos,
                        y vertiendo un chorro de sangre, enrojeció las pálidas mejillas de la doncella.
                        ¡El desgraciado ha recibido la iniciación nupcial en la mansión de Hades, y
                        demostró a los hombres que la imprudencia es el peor de los males!

                        (EURÍDICE, enloquecida, se retira.)

                        CORIFEO:
                        ¿Qué hemos de pensar de esto? La reina, sin decir palabra ni favorable ni
                        nefasta, se ha retirado.

                        MENSAJERO:
                        ¡Yo también estoy aterrado! Me figuro que, informada de la desgracia de su
                        hijo  y  no  considerando  decoroso  prorrumpir  en  sollozos  a  la  vista  de  la
                        ciudad, se ha ido dentro del palacio a anunciar a sus esclavas el luto de su
                        casa y a rogarles que lloren con ella. Es demasiado prudente para cometer
                        una falta.

                        CORIFEO:
                        ¡No  sé,  no  sé! Pero  un  silencio  demasiado grande me hace  presagiar  una
                        desgracia inminente, lo mismo que grandes gritos me parecen inútiles.





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