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MENSAJERO:
Han muerto, y son los vivos los que los han hecho morir.
CORIFEO:
¿Quién ha matado? ¿Quién ha muerto? ¡Habla!
MENSAJERO:
¡Hemón ha muerto! Una mano amiga ha derramado su sangre.
CORIFEO:
¿La mano de su padre o bien la suya propia?
MENSAJERO:
Se mató por su mano, enfurecido contra su padre por la muerte que había
ordenado.
CORIFEO:
¡Oh adivino! ¡Tus predicciones se han cumplido sin demora!
MENSAJERO:
Ya que así es, conviene pensar en todo lo que puede suceder.
(Se ve a EURÍDICE, que sale por la puerta central.)
CORIFEO:
Pero veo que se acerca la desgraciada Eurídice, la esposa de Creonte.
¿Sale del palacio porque sabe la muerte de su hijo o por casualidad?
(Entra EURÍDICE.)
EURÍDICE:
Ciudadanos todos, aquí reunidos; he oído vuestras palabras cuando iba a
salir para hacer mis plegarias a la diosa Palas. Iba a abrir la puerta, cuando
el rumor de una desgracia doméstica hirió mis oídos. El susto me hizo caer
de espaldas en brazos de mis sirvientas, y helada de espanto me desmayé.
Pero ¿qué decíais? Repetidme vuestras palabras: no me falta experiencia en
desgracias para que pueda oír otras.
MENSAJERO:
Amada reina: te diré todo aquello de que yo he sido testigo y no omitiré ni
una palabra de verdad. ¿Para qué dulcificarte un relato que más tarde se
vería que había sido falso? La verdad es siempre el camino más derecho.
Acompañaba y guiaba yo a tu esposo hacia el sitio elevado de la llanura en
donde, sin piedad y despedazado por los perros, yacía todavía el cuerpo de
Polinice. Allí, después de hacer nuestras preces primero a la diosa de los
caminos y a Plutón, para que contuviesen su cólera y nos fueron propicios,
lavamos el cadáver con agua lustral y quemamos los restos que quedaban
con ramas de olivo recién cortadas. Por fin con la tierra natal, amontonada
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