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en  que  cumplía  los  ritos  funerarios.  La  suerte,  esta  vez,  no  ha  sido
                        consultada,  y  este  feliz  hallazgo  ha  sido  descubierto  por  mí  solo  y  no  por
                        otro. Y ahora que está ya en tus manos, rey, interrógala y hazle confesar su
                        falta. En cuanto a mí, merezco quedar suelto y para siempre libre, a fin de
                        escapar a los males con que estaba amenazado.

                        CREONTE:
                        ¿En qué lugar y cómo has cogido a la que me traes?

                        CENTINELA:
                        Ella  misma  estaba  enterrando  el  cadáver;  ya  lo  sabes  todo.  ¿Hablo
                        concretamente y con claridad?.

                        CREONTE:
                        ¿Cómo la has visto y cómo la has sorprendido en el hecho?

                        CENTINELA:
                        Pues  bien,  la  cosa  ha  ocurrido  así:  cuando  yo  llegué,  aterrado  por  las
                        terribles  amenazas  que  tú  habías  pronunciado,  barrimos  todo  el polvo  que
                        cubría  al  muerto  y  dejamos  bien  al  descubierto  el  cadáver,  que  se  estaba
                        descomponiendo. Después, para evitar que las fétidas emanaciones llegasen
                        hasta nosotros, nos sentamos de espaldas al viento, en lo alto de la colina.
                        Allí,  cada  uno  de  nosotros  excitaba  al  otro  con  rudas  palabras  a  la  más
                        escrupulosa vigilancia, para que nadie anduviera remiso en el cumplimiento
                        de la empresa.

                        Permanecimos así hasta que el orbe resplandeciente del Sol se paró en el
                        centro del éter y el calor ardiente arrasaba. En este momento, una tromba de
                        viento, trastorno prodigioso, levantó del suelo un torbellino de polvo; llenó la
                        llanura,  devastó  todo  el  follaje  del  bosque  y  obscureció  el  vasto  éter.
                        Aguantamos con los ojos cerrados aquel azote enviado por los dioses. Pero
                        cuando  la  calma  volvió,  mucho  después,  vimos  a  esta  joven  que  se
                        lamentaba con una voz tan aguda como la del ave desolada que encuentra
                        su nido vacío, despojado de sus polluelos. De este mismo modo, a la vista
                        del  cadáver  desnudo,  estalló  en  gemidos;  exhaló  sollozos  y  comenzó  a
                        proferir imprecaciones contra los autores de esa iniquidad. Con sus manos
                        recogió  en  seguida  polvo  seco,  y  luego,  con  una  jarra  de  bronce  bien
                        cincelado,  fue  derramando  sobre  el  difunto  tres  libaciones.  Al  ver  esto,
                        nosotros nos lanzamos sobre ella enseguida; todos juntos la hemos cogido,
                        sin que diese muestra del menor miedo. Interrogada sobre lo que había ya
                        hecho y lo que acababa de realizar, no negó nada. Esta confesión fue para
                        mí, por lo menos, agradable y penosa a la vez. Porque el quedar uno libre
                        del  castigo  es  muy  dulce,  en  efecto;  pero  es  doloroso  arrastrar  a  él a  sus
                        amigos.  Pero,  en  fin,  estos  sentimientos  cuentan  para  mí  menos  que  mi
                        propia salvación.






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