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MENSAJERO:
                        Rey, no diré que llego así, sin aliento, por haber venido de prisa y con pies
                        ligeros, porque varias veces me he detenido a pensar, y al volver a andar,
                        me volví a parar y a desandar el camino. Mi alma conversaba conmigo, y a
                        menudo  me  decía:  «¡Desgraciado!,  ¿por qué  vas  a  donde  serás castigado
                        apenas  llegues?  ¡Infortunado!  ¿Vas  todavía  a  retrasarte  de  nuevo?  Y  si
                        Creonte se entera por otro de lo que vas a decirle, ¿cómo podrías escapar al
                        castigo?» Rumiando tales pensamientos, avanzaba lentamente y alargaba el
                        tiempo. De este modo, un camino corto se convierte en un trayecto largo. Al
                        fin, sin embargo, me decidí a venir aquí y comparecer ante ti. Y aunque no
                        pueda  explicar  nada,  hablaré  a  pesar  de  ello,  pues  vengo  movido  por  la
                        esperanza de sufrir tan sólo lo que el Destino haya decretado.

                        CREONTE:
                        ¿Qué hay? ¿Qué es lo que te tiene tan perplejo?

                        MENSAJERO:
                        Quiero  primero  informarte  de  lo  que  me  concierne.  La  cosa  no  he  sido  yo
                        quien la ha hecho, ni he visto al autor: no sería, pues, justo que yo sufriese
                        castigo por ello.

                        CREONTE:
                        ¡Cuánta prudencia y cuántas precauciones tomas! Voy creyendo que tienes
                        que darme cuenta de algunas novedades.

                        MENSAJERO:
                        Cuesta mucho trabajo decir las cosas desagradables.

                        CREONTE:
                        ¿Hablarás al fin y dirás tu mensaje para descargarte de él

                        MENSAJERO:
                        Voy,  pues,  a  hablarte.  Un  desconocido,  después  de  haber  sepultado  al
                        muerto  y  esparcido  sobre  su  cuerpo  un  árido  polvo  y  cumplidos  los  ritos
                        necesarios, ha huido hace rato.

                        CREONTE:
                        ¿Qué es lo que dices? ¿Qué hombre ha tenido tal audacia?

                        MENSAJERO:
                        Yo no sé. Allí no hay señales de golpe de azada, ni el suelo está removido
                        con  la  ligona:  la  tierra  está  dura,  intacta,  y  ningún  carro  la  ha  surcado.  El
                        culpable  no  ha  dejado  ningún  indicio.  Cuando  el  primer  centinela  de  la
                        mañana dio la noticia el hecho nos produjo triste sorpresa; el cadáver no se
                        veía;  no  estaba  enterrado;  aparecía  solamente  cubierto  con  un  polvo  fino,
                        como si se lo hubieran echado para evitar una profanación. Ni rastro de fiera
                        ni  de  perros  que  lo  hubieran  arrastrado  para  destrozarlo.  Una  lluvia  de




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