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ANTÍGONA:
Si continúas hablando así, serás el blanco de mi odio y te harás odiosa al
muerto a cuyo lado dormirás un día. Déjame, pues, con mi temeridad afrontar
este peligro, ya que nada me sería más intolerable que no morir con gloria.
ISMENA:
Pues si estás tan decidida, sigue. Sin embargo, ten presente una cosa: te
embarcas en una aventura insensata; pero obras como verdadera amiga de
los que te son queridos.
(ANTÍGONA e ISMENA se retiran. ANTÍGONA se aleja; ISMENA entra al
palacio. El CORO, compuesto de ancianos de Tebas, entra y saluda lo
primero al Sol naciente.)
CORO:
¡Rayos del Sol naciente! ¡Oh tú, la más bella de las luces que jamás ha
brillado sobre Tebas la de las siete puertas! Por fin has lucido, ojos del
dorado día, llegando por sobre las fuentes circeas. Obligaste a emprender
precipitada fuga, en su veloz corcel, a toda brida, al guerrero de blanco
escudo que de Argos vino armado de todas sus armas. «Este ejército que en
contra nuestra, sobre nuestra tierra, había levantado Polinice, excitado por
equívocas discordias, y que, cual águila que lanza estridentes gritos, se
abatió sobre nuestro país, protegido con sus blancos escudos y cubierto con
cascos empenachados con crines de caballos, poniendo en movimiento
innumerables armas, planeando sobre nuestros hogares abiertas sus garras,
cercaba con sus mortíferas lanzas las siete puertas de nuestra ciudad. Pero
hubo de marcharse sin poder saciar su voracidad en nuestra sangre, y antes
que Efesto y sus teas resinosas prendiesen sus llamas en las torres que
coronan la ciudad; tan estruendoso ha sido el estrépito de Ares, que resonó
a espaldas de los arivos, y que ha hecho invencible al Dragón competidor.
CORIFEO:
Zeus, en efecto, aborrece las bravatas de una lengua orgullosa; y cuando vio
a los argivos avanzar como impetuosa riada, arrogantes, con el estruendo de
sus doradas armas, blandiendo el rayo de su llama abatió al hombre que, en
lo alto de las almenas, se aprestaba ya a entonar himnos de victoria.
CORO:
Sobre el suelo que retumbó al chocar con él, cayó fulminado el portador del
fuego en el momento en que, llevado por el empuje de un frenético ardor,
respiraba contra nosotros el soplo los vientos más desoladores. En cuanto a
los demás, el gran Ares, nuestro propicio aliado, les infligió, persiguiéndolos
con otros reveses, otra clase de muerte.
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