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No se escuchaba un solo sonido; era tal la solemnidad del
        momento, que sólo se oía el croar de las ranas, animales

        sagrados para ellos, los gorjeos de los pájaros y el veloz
        correr de los venados.




        El ungido parecía una estatua de oro: su espléndido cuerpo
        cuidadosamente cubierto con el noble metal, despedía

        reflejos al ser tocado por los rayos del sol. Cuando hubo
        terminado el recubrimiento, subió con los principales de la
        corte sobre una gran balsa oval, hecha íntegramente en oro

        por los orfebres de Guatavita.




        La balsa se deslizó suavemente hacia el centro de la laguna.
        Fue allí cuando, después de invocar a la diosa de las aguas y

        a los dioses protectores, el heredero se zambulló en las
        profundidades; pasaron unos segundos en los que solamente
        se veían los círculos del agua donde se había hundido; todo

        el pueblo contuvo la respiración, el tiempo pareció
        detenerse; por fin, emergió triunfal y solemne el nuevo
        monarca; el baño ritual lo consagraba como cacique.





        Gritos de júbilo y cantos acompañaron su aparición y uno a
        uno los súbditos arrojaron sus ofrendas a la laguna: figuras
        de oro, pulseras, coronas, collares, alfileres, pectorales,

        vasijas huecas con formas humanas, llenas de esmeraldas;
        cántaros y jarras de barro. El cacique, a su vez, junto con su
        séquito, realizó abundantes ofrecimientos de los mismos
        materiales, pero en mayor cantidad.
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