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Por fin, llegó el gran día. El joven heredero acompañado

       de  su séquito, compuesto por sacerdotes, guerreros y
       nobleza,  encabezaba la procesión. Sereno y majestuoso,

       su cuerpo de  armoniosas proporciones se mostraba fuerte
       para la guerra;  su piel color canela tenía una cierta
       palidez, resultado del  riguroso ayuno que había realizado

       para purificar su cuerpo y su alma y así implorar a los
       dioses justicia, bondad y sabiduría para gobernar a su

       pueblo.




       Marchaban al son acompasado de los tambores, de los

       fotutos y de los caracoles. Lentamente, se iban alejando de
       los cerros y del cercado de los Zipas, para aproximarse a la
       espléndida laguna de Guatavita. Allí, con alegres cantos, la

       muchedumbre se congregó para presenciar el magnífico
       espectáculo.





       El sacerdote del lugar, ataviado con sobrio ropaje y

       multicolores plumas, impuso silencio a la población con
       un  enérgico movimiento de sus brazos extendidos. De

       piel  cobriza y carnes magras por los prolongados ayunos,
       el  sacerdote era temido y reverenciado por el pueblo; era
       el  mediador entre los hombres y sus dioses, quien

       realizaba las ofrendas y rogativas y quien curaba los males
       del cuerpo con sus rezos y la ayuda de plantas mágicas.





       El futuro Zipa fue despojado de las ropas y su cuerpo
       untado con trementina, sustancia pegajosa, para que se

       fijara el oro  en polvo con que lo recubrían
       constantemente.
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