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En el hermoso país de los Muiscas, hace mucho
tiempo, todo estaba listo para un acontecimiento: la
coronación del nuevo Zipa, gobernador y cacique.
La laguna de Guatavita, escenario natural y sagrado del
acontecimiento, lucía su superficie tranquila y cristalina
como una gigantesca esmeralda, engastada entre hermosos
cerros. Las laderas, con tupidos helechos, mostraban
botones dorados de chisacá, chusques trenzados como
arcos triunfales, sietecueros y fragantes moras. El digital,
como un hermoso racimo de campanitas, matizaba de
morado el paisaje; el diente de león, cual frágil burbuja,
arrojaba al viento sus diminutos paracaídas para perpetuar
el milagro de su conservación y los abutilones de colores
rojos y amarillos sumaban al concierto de belleza natural,
el diminuto y tornasolado colibrí, su comensal
permanente.
Gran agitación reinaba en Bacatá, vivienda del Zipa; la
población entera asistiría al singular acontecimiento en
alborozada procesión hasta la laguna sagrada portando
relucientes joyas de oro, esmeraldas, primorosas vasijas y
mantas artísticamente tejidas, para ofrendar a
Chibchacum, su dios supremo, a la diosa de las aguas,
Badini, y a su nuevo soberano.
Las mujeres habían preparado con anticipación
abundante comida a base de doradas mazorcas y del vino
extraído del fermento del maíz con el que festejaban
todos los acontecimientos principales de su vida. Todo
sería transportado en vasijas de diferentes formas y
tamaños, elaboradas con paciencia y esmero por los
alfareros de Ráquira, Tinjacá y Tocancipá, y también en
cestos de palma tejida.

